Discurso de Javier Junceda

Lima, 11 de abril 2019

Javier Junceda.

I.
“Aunque la nobleza vive de la parte del que da, el agradecerle está de parte del que recibe”. Sirva esta frase del juicioso Clotaldo de don Pedro Calderón de la Barca en La vida es sueño, para testimoniar mi profunda gratitud a esta universidad y a su Facultad de Derecho, que me permitirán que personifique en sus autoridades, que han tenido la gentileza de acompañarnos y de presidir esta solemne ceremonia académica. Es para mi un motivo de honda satisfacción y orgullo recibir este profesorado honorario de una prestigiosa y madura casa de estudios que toma el nombre del santo español del que fue estrecho colaborador el otro venerado con cuyo nombre mis queridos padres quisieron bautizarme. Podéis estar bien seguros de que trataré de merecer este reconocimiento y que me comprometo desde este momento en formar parte activa de vuestro claustro académico, participando en aquellas iniciativas que redunden en beneficio de esta institución.
Dejadme, también, que recuerde en este instante a algunas otras personas a las que debo mi agradecimiento. A Rubén Correa, buen amigo empeñado en introducir en este país el mejor sistema de lectura rápida que existe en el mundo, y que he tenido la fortuna de experimentar en persona en una universidad madrileña fechas atrás. Sus iniciativas educativas serían sin duda dignas de recompensas como la que hoy nos reúne. Me enorgullece ser su amigo y le agradezco cuantas generosas coordinaciones ha venido realizando para que esta sesión se hubiera podido celebrar. Muchísimas gracias, querido Rubén, y mucho ánimo con tu formidable proyecto de Soft-one. 


Un cariñoso recuerdo, también, para el Prof. Dr. Francisco Miró-Quesada Rada y para su esposa Ana Westphalen. Un verdadero honor poder ser amigo de uno de los principales intelectuales contemporáneos peruanos, abierto de par en par a la realidad social y política del mundo, como los clásicos del pensamiento. Me llena de emoción poder ser recibido aquí tras sus palabras, repletas de tanta amistad y tan invadidas de inflación. 

Esta tarde me acompañan, igualmente, algunos de mis colegas y compañeros limeños más queridos, con los que mantengo desde hace años una fraterna relación. Mi saludo entrañable para todos ellos.

II.
Una nación se conoce bien cuando se recorre despacio. También, cuando se tiene la oportunidad de hacerlo en compañía de sus propios ciudadanos. O escapándose de los cauces turísticos formales, queriendo indagar con curiosidad de sabueso, percibiendo olores y sabores. Para todo lo demás, bastan los canales temáticos y un buen televisor de última generación.

Los sellos de entrada más numerosos en mi pasaporte son los del Perú. Hacia esta bendita tierra he viajado con frecuencia -esta es la undécima vez- y de esas visitas me he traído, en cada ocasión, más y mejores experiencias. Las doce horas de vuelo que separan Madrid de Lima se convierten en un suspiro solo de pensar en poder transitar por este apasionante hervidero humano de las ciudades peruanas; degustar vuestro cebiche, vuestras papas a la Huancaína, vuestra chita a la sal; saborear un pisco sour, un cóctel de algarrobina o una Inca Kola helada; o simplemente de escuchar en una terraza en Barranco, al atardecer, los acordes de un charango interpretando a Chabuca mientras das cuenta de unos tragos de chicha morada bien fría.

En el Perú he descubierto, además, otras muchas cosas más. Para empezar, el ansia de conocimiento que tenéis, tan alejada de ese desdén postmoderno de la vieja Europa, enferma de un bienestar asegurado por ley, pero no por la realidad de las cosas. He tenido la fortuna de intervenir acá en diversos foros universitarios como este, en distintos lugares -Cuzco, Cajamarca, Trujillo o Tumbes-, y en todos ellos solamente he visto gradas repletas de ojos abiertos de par en par, sin pestañear. Esponjas en forma humana, búhos rebañando cada cosa que enseñaba. Una sociedad así resulta sencillamente imparable, y el Perú lo será más temprano que tarde porque tenéis claro que en la formación está el futuro de la nación.

Algunos de mis amigos más entrañables son peruanos, como he indicado al comienzo. No hay diferencia horaria en esa relación, ni distancia capaz de enfriarla. Cada novedad familiar o personal la comparto habitualmente con ellos, con vosotros, como hacéis desde esta orilla conmigo. No hay acentos, formas de ser o de pensar que dificulten ese contacto, porque entre españoles y peruanos no hay sino una fraternidad con raíces bien profundas, algo que hace pocos años pobló las calles de la península ibérica de trujillanos y hoy lo hace con madrileños en Lima. 

Habéis sufrido calamidades naturales, de las que esta patria gloriosa y generosa se sabe siempre reponer, porque lo habéis sabido hacer una y otra vez. Sois estoicos y venís de épocas duras de las que habéis salido airosos. Vuestra sabia determinación, vuestra confianza en el futuro, vuestra inteligente y duradera estabilidad nacional y sobre todo la enorme calidad que atesoran vuestras gentes, hace que el querido Perú se vuelva a levantar y retome la senda de esplendor que nunca podrá perder porque siempre ha triunfado.

III.
Hoy, con vuestro permiso, os quisiera hablar del populismo jurídico, pero para ello debo antes detenerme en el populismo político, que es su raíz.

Aristóteles advirtió que la democracia debía ser objeto de exquisitos cuidados para evitar que degenerara en oclocracia, o gobierno de la turba, de la muchedumbre. Lo propio recomendó hacer con la monarquía, para impedir que derivara en tiranía; o con la aristocracia, para frustrar que se degradara en oligarquía. El más nefasto de todos los sistemas políticos, para él, venía dado por la oclocracia, en el que manda una masa manipulada demagógicamente o, en definición de Polibio, “la tiranía de las mayorías incultas y el uso indebido de la fuerza para obligar a los gobernantes a adoptar políticas, decisiones o regulaciones desafortunadas”. En palabras muy posteriores de Rosseau, con ello se sustituye a la voluntad general por otra creada a impulsos de la propaganda y de sus sofisticadas técnicas de manipulación social. O, lo que es lo mismo: con la oclocracia se cambia racionalidad por sinrazón. 

La constante apelación “a la gente” por los modernos oclócratas, pretende lo mismo que en tiempos clásicos: alcanzar el poder a través de acciones populistas que incidan en emociones irracionales, sentimientos, ensoñaciones, miedos, sensaciones, cuestiones estéticas o venganzas que nula relación guardan con los reales intereses de los ciudadanos. El abuso de los medios de comunicación con la artera finalidad de servir como altavoz persistente a esta retórica superficial, sigue siendo la clave para imponer el nuevo régimen, en el que la desinformación reine y se impongan ante todo los astutos cálculos de imagen.

A diferencia de las fórmulas tradicionales, sin embargo, en la actualidad los destinatarios de la demagogia barata ya no son las hordas ignorantes, fácilmente manipulables. Lo son sociedades en las que la formación superior está muy extendida y en las que los índices de conocimiento son, oficialmente, razonablemente altos.

La decadencia de la democracia producida en este nuevo escenario, por consiguiente, pone en entredicho la calidad de los sistemas educativos, que no han sabido conjurar el peligro de que cada vez más personas, en especial jóvenes, sucumban al espejismo del populismo. No es comprensible que la oclocracia se produzca hoy precisamente en una población con tantos títulos académicos colgados de la pared, por más que hayan avanzado los métodos de manipulación social en manos de los demagogos. El crecimiento sostenido de estas propuestas electorales a lomos de ilusiones y pasiones, de arrebatos e irracionalidad, con tan pobre atención a las recetas que pueden permitir la solución de los principales dilemas, sorprende en un contexto de tanta preparación intelectual con tanto reflejo estadístico.

Lo peor de esta realidad, no obstante, no es que la oclocracia llegue en estas inéditas condiciones, aunque ello resulte tan pernicioso y preocupante. Lo es principalmente que, conforme a la teoría del ciclo político atribuida al propio Polibio, a esta grave degeneración de la democracia acostumbra a seguir una súbita vuelta a la monarquía, en la que de inmediato se engendra la tiranía, que es lo que ha venido sucediendo desde el Imperio romano.

Detener esta degradación pasa, pues, por potenciar la voluntad general que soporta a toda democracia, subrayando con insistencia lo que resulta esencial y lo que es intrascendente, lo que debe tomarse con seriedad y lo que no, lo que es una tomadura de pelo y lo que no lo es. 

El placebo, como sabéis, es un fármaco inerte capaz de provocar mejoría a ciertos enfermos, si estos desconocen que están recibiendo una sustancia inocua y se creen que es un medicamento. Un placebo no puede curar un cáncer, por ejemplo, sino que se limita a aliviar sus síntomas superficiales, al tratarse de una poderosa herramienta psicológica a disposición del paciente.

Una consecuencia notoria del populismo que padecemos viene dada por la generalización de la superficialidad para resolver desafíos complejos. En lugar de indagar en soluciones sencillas, que tan buen resultado dan y tanta dificultad entrañan, la actualidad está presidida por manifiestas simplezas y frívolas fórmulas. Por lugares comunes, obviedades y palabras huecas que captan de inmediato la atención ciudadana y son seguidas por legiones como si de un eficaz placebo se tratara. 

Esta tendencia no se limita al juego político. Se extiende ya a jefaturas de Estado, a altas magistraturas o incluso a líderes espirituales o sociales internacionales. Al ser determinante de las modernas propuestas su atractivo en la opinión pública, se extiende en todas las latitudes no solo el odioso lenguaje políticamente correcto, sino el planteamiento de ocurrencias adolescentes impropias de la evolución social y cultural que, en términos de civilización, nos ha conducido al tiempo presente. Abundan por doquier planes o proyectos no solamente sonrojantes, sino incluso dejados al albur de lo que se vaya decidiendo a salto de mata. Salvo contadas excepciones, quienes hoy ocupan lugares de responsabilidad prefieren optar por la imagen acogedora, complaciente y encantadora como si se tratara de un fin, con independencia del efecto positivo o negativo de sus tareas o del sentido o sinsentido de sus actuaciones sobre las cambiantes y graves realidades que toca afrontar para mejorar las cosas. 

Las sugerencias de esta hora, incluidas aquellas expresadas por personalidades a las que se les supone altura intelectual o talla moral por ejercer dignidades de trascendencia, transitan desde el más trivial adanismo hasta la ingenuidad más cándida, pasando por recetas caducas o que la historia se ha ocupado de desdeñar, por inútiles. Poco de ponerse manos a la obra a trabajar esforzadamente en métodos, técnicas o sistemas que puedan producir un futuro más halagüeño, a partir de las experiencias acumuladas. Y nada, por supuesto, de indicar que los desafíos son muy serios y requieren de un análisis del mismo jaez, porque ello va contra el espíritu reinante de inconsistencia y buen rollo. 

Advierto con estupor que cada vez más personas confían en el placebo social como el único capaz de conducirnos a un porvenir positivo. Pero los problemas graves no son nunca susceptibles de cura con esos inocentes remedios, sino con fármacos y terapias eficaces que ataquen los males desde su raíz, cosa que incluso no siempre se logra ni con estos métodos. 

Qué duda cabe de que muchos de los dilemas actuales precisan de nuevas formas de afrontarlos, al ser evidente que los tratamientos aplicados no han conseguido completamente su propósito, pero ello debe hacerse desde procedimientos sensatos y juiciosos que permitan, a partir de las experiencias acumuladas, avanzar y mejorar. Como lo haríamos cualquiera en nuestra propia casa.

Lo que no parece de recibo, en cambio, es el recurrente empleo al placebo social para intentar salir del atolladero, en especial porque corremos entonces el riesgo de convertirlo en nocebo, y empeorar los síntomas en la creencia que se trata de una tomadura de pelo que nos provoca efectos dañinos, dolorosos y desagradables, tantas veces irrecuperables.

IV.
En la banalización que experimentan las cuestiones legales, dejadas al albur de toscos enredos y conocidos desafíos, confluyen al menos dos factores. Por un lado, el elevado grado de populismo relativista que se extiende por las sociedades occidentales, generando una ciudadanía sin más límites que los deseos y para la que no existen más que derechos sin deberes. Por otro, el pobre respeto que se tiene a la norma jurídica, incluso entre aquellos que más debieran cuidar de su indispensable función en todo sistema político. 

El primer fenómeno se suele visualizar con motivo de la actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad, objeto de invariable censura por quienes ingenuamente consideran que los mandatos legales solo pueden ser cumplidos de forma voluntaria. Quienes así piensan, acostumbran sin embargo a justificar la violencia -o a celebrarla- cuando aquellos que la protagonizan vulneran la ley, en una suerte de contradictorio pacifismo y de burda trampa intelectual, fácilmente detectable. A esta pueril forma de ver las cosas, se suma la extendida creencia de que la Arcadia feliz que ha montado el Estado del Bienestar no alberga más que un universo de derechos sin fin, en los que la ley es una fiel aliada, desnuda de cualquier contenido interventor y mucho menos de cariz antipático. 

También existe grave responsabilidad en todo esto puertas adentro del derecho. La elaboración legislativa, por ejemplo, aporta poco al necesario respeto de las normas como eje cardinal de la convivencia. He participado como experto en más de una docena de comisiones parlamentarias sobre proyectos de ley en España y en un porcentaje no precisamente desdeñable me ha sorprendido no ya la deplorable redacción normativa, incapaz de superar el más liviano control de estilo, sino unos contenidos superfluos, contradictorios o redundantes, cuando no adanistas. La obsesión por hacer leyes sobre todo, y en especial sobre lo más prosaico, imprime a la cuestión legal tintes de irrelevancia que de inmediato de trasladan a la sociedad, contribuyendo a crear la sensación de que cumplir esas normas o no hacerlo es baladí, porque se trata de opciones personales igualmente aceptables e incluso permisibles. Las pocas leyes y claras de las que hablaran Campanella o Beccaria, se han convertido hoy en muchas y confusas, abonando el terreno de su inobservancia. 

A este contexto se suma, en fin, la consideración del ordenamiento como algo flexible, maleable, dependiente de infinidad de factores para su concreción, muchos de ellos extrajurídicos. La aleatoriedad de la respuesta legal por sus aplicadores traslada al ciudadano la idea de que el reproche por desafiar a la norma no siempre llegará, en una especie de aventura con final incierto, en ocasiones de coste cero. Esto es también achacable a la mediocre construcción legal, que debiera precisar sus contenidos para que los jueces se limitaran a comprobar los hechos, sin interpretarlos desde su óptica personal. Desde luego, siempre es más fácil hacer leyes que gobernar, como escribió Tolstoi, pero mucho peor hacerlo con leyes que ayudan poco a gobernar.

Como ha quedado explicado, dos rasgos caracterizan al populismo: sus ansias de notoriedad y su afán por abordar sin demasiado rigor las cuestiones complejas. El recurso más utilizado suele ser la simplificación de la realidad, además de la búsqueda del fin a costa de los medios. Los populistas apuestan por la simpleza y el eco vociferante de sus actuaciones, porque cualquier cosa es preferible a analizar detenidamente los perfiles de cada asunto. 

Al igual que existe un populismo político, existe también otro jurídico. Este se extiende a dos ámbitos bien diferenciados: el normativo y el aplicativo. El primero se proyecta sobre la producción parlamentaria o reglamentaria administrativa, y pretende sin desmayo la configuración de un ordenamiento de titular, impactante, pero que contenga herramientas de limitada o escasa utilidad técnica. Los procedimientos legislativos en que me he visto involucrado han seguido invariablemente dichos patrones. Es lo mismo que en las comisiones convocadas al efecto en los parlamentos se informe acerca de los requisitos previstos para determinada iniciativa, o sus eventuales inconvenientes, porque la conquista de gesto, del ademán, del anuncio rutilante, es el objetivo principal de los legisladores de esta hora, esos que cuando la ley se revela inútil para lo que se ha diseñado, echan la culpa a todos y a todo menos a ellos mismos. 

A diferencia de los reglamentos, cuyo control jurídico recae en jueces y tribunales especializados y por ello acostumbran a ser revisados a fondo para impedir groseras ocurrencias o entelequias, las leyes disfrutan sin embargo de un ámbito de creación mucho más generoso, dando entrada con no poca frecuencia a contenidos inanes o de complicada puesta en práctica. En las asambleas autonómicas, por ejemplo, resulta habitual toparse con iniciativas saturadas de lugares comunes y de mandatos que de antemano se sabe que generarán problemas: preámbulos rayanos a la soflama política, preceptos inaplicables o propuestas normativas sin sedimentar componen hoy en buena medida el mosaico de la legislación regional española, salvo contadas y loables excepciones. Y ello sucede porque se persigue con la ley solamente epatar, en vez de resolver problemas. Las normas, por este motivo, se están convirtiendo a pasos agigantados en una dificultad añadida de nuestras sociedades, precisamente por su confección mirando a la galería y prescindiendo de lo que toca regular, que tan bien conocen los expertos en los distintos saberes, incluido el jurídico. 

En el terreno aplicativo, igualmente tiene su caldo de cultivo el populismo jurídico. Dejando al margen los operadores estrella que huyen de hablar discretamente por sus resoluciones o escritos, haciéndolo en cambio a través de sus altavoces mediáticos, y de aquellos otros que emplean dichas piezas procesales para autopromocionarse, llamar la atención y no para estar en lo que toca, se extiende la especie de ciertos aplicadores del derecho extremadamente sensibles al reproche social de las cuestiones legales a examinar dependiendo de su propia concepción personal de tal circunstancia, en una suerte de novísimos cadíes musulmanes reimplantados a esta orilla norte mediterránea. Los efectos que este populismo jurídico está teniendo rebasan los propiamente legales para ser de dominio público y provocar sacudidas institucionales recias, como recientemente se ha visto. Dudo que sean hoy multitudes estos populistas de los que hablo, pero haberlos haylos, y en número creciente, además. 

La mejor receta para acabar con este desdichado fenómeno es, sin duda, la seriedad. Tanto en la elaboración legislativa como en la aplicación del derecho. Debe darse entrada sin demoras a los especialistas en la construcción normativa. Y, en lo tocante a la aplicación, han de apurarse los medios disponibles para evitar la expansión de estas animosas y desenfocadas personalidades, circunscribiéndolas al marco al que desde siempre ha tendido el derecho: el de la prudentia iuris o de estudio riguroso de lo jurídico. 

La percepción ciudadana y profesional sobre jueces más duros o blandos en el orden penal; más proclives a fallar a favor o en contra de las administraciones en el contencioso; o más o menos favorables al empleado en la jurisdicción social, no responde a ninguna leyenda urbana, sino que encuentra reflejo estadístico, al menos en España. Sobre un mismo texto legal, que alguien merezca reproche jurídico o no, y en qué concreto grado, depende cada vez más de un decisionismo alejado del triunfo que la norma escrita alcanzó a finales del siglo XVIII con el advenimiento de los Estados Constitucionales. Como reacción al predominio de la costumbre y al casuismo judicial precedentes, la sûreté, o seguridad jurídica, se acuñaría por los revolucionarios franceses precisamente como garantía de una aplicación uniforme del derecho, en la que los operadores y justiciables pudieran contar con la necesaria certeza y previsión sobre las consecuencias legales de los comportamientos humanos. 

Sucede que este primitivo diseño, fundado en la concepción de leyes apropiadas en forma y fondo, ha ido con el tiempo afrontándose con menor esmero, depositando en el criterio de jueces y magistrados la solución de sus frecuentes lagunas, imperfecciones y antinomias.  Los datos que confirman esas manifiestas divergencias entre los distintos aplicadores del derecho sobre unos mismos hechos y normas nacen en buena medida de ese déficit técnico en la elaboración normativa, que se ha extendido luego a la producción legislativa autonómica, configurando un ordenamiento manifiestamente mejorable.

Esas respuestas jurídicas diferentes que posibilita nuestro mediocre sistema normativo combinan mal, además, con principios cardinales de cualquier Estado de derecho, comenzando por la igualdad en la aplicación de la ley. Tampoco pueden justificarse en la independencia del poder judicial, salvo que consideremos su función distinta a la de cuidar con celo el acatamiento de la legislación promulgada por el titular de la soberanía. En nuestro derecho y el contexto europeo continental, el imperio de la ley continúa constituyendo un elemento absolutamente irreemplazable por el parecer del juzgador, que deberá someterse a su estricto tenor. 

Así las cosas, si las leyes retornaran a su original configuración como auténticos y no meramente formales cimientos del orden jurídico, comprendiendo con claridad los mandatos que procede respetar y estableciendo reglas diáfanas sobre su correcta aplicación, ello permitiría atenuar esta aciaga tendencia a la disparidad de la solución judicial, que no tiene por cierto parangón ni tan siquiera en el ámbito anglosajón, en el que el precedente jurisprudencial opera una sólida función unificadora de las decisiones, al que toca estar. 

Por este motivo, procedería acometer cada iniciativa legislativa con el rigor que se merece, convocando en su redacción a auténticos expertos en la práctica forense que conozcan su letra y música, y no limitarse a los aportes doctrinales, por muy significativos que sean. Una contribución de ese tipo, además, asegura la fiabilidad de las aspiraciones legislativas, tantas veces formadas sobre intenciones de complicada viabilidad, así como el preciso detalle esperable en cada disposición, velando por su observancia.

Aparte de la oportuna redacción del articulado, fijando sin fisuras su contenido, debieran también introducirse pautas más específicas sobre la valoración de la prueba y la interpretación de las normas que permitan reducir las distancias que se observan a diario entre salas y juzgados sobre unos mismos acontecimientos. Cierto es que el régimen de recursos y la unificación jurisprudencial ya lo posibilita en cierta forma, pero no todos los asuntos resultan susceptibles de tales cauces ni tampoco parece lo mejor hacer perder a la ley su crucial servicio en nuestro sistema como eje vertebrador de las respuestas jurídicas.

Lo que está en juego aquí no es ningún capricho intrascendente. Es profundizar en nuestro Estado de derecho sobre su misma base, posibilitando que la justicia retorne al principio de legalidad, consolidando desenlaces iguales para problemas semejantes, y sobre todo fortaleciendo su indiscutible valor en toda sociedad moderna.


V.
Entre los diversos efectos que ha traído el populismo jurídico, quisiera dar cuenta de tres: la confusión entre legalidad y legitimidad; la extensión que se ha querido otorgar a la transparencia y, en fin, la ocupación por el derecho penal de ámbitos reservados al derecho administrativo.

Legalidad versus legitimidad.
La apelación a la legitimidad democrática en lugar de la legalidad como fuente primaria de justificación política, resulta francamente desafortunada. Al declararse por las Constituciones contemporáneas que ciudadanos y poderes públicos han de sujetarse por igual a las leyes, lo que están es plasmando lo mismo que los textos fundamentales clásicos alemán, francés o norteamericano. En el preámbulo de la Carta de esta última nación, se deja dicho en bellos términos lo siguiente: “nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posterioridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América”. En el propio preámbulo de la Constitución Española de 1978, se expresa asimismo como su finalidad “consolidar un Estado de Derecho que asegura el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”. El Tribunal Constitucional español, en sus Ss.T.C. 108/1986, de 26 de julio, y 31/2010, de 28 de junio-, entre otras, ha configurado esa íntima asociación entre el principio de legalidad y de legitimidad como un pilar esencial del sistema que concibe.
Como reconoce cualquier ciudadano, sin necesidad de tener conocimientos jurídicos, por medio del principio de legalidad todos los poderes públicos se sujetan a la Ley, elaborada precisamente por la representación popular constituida en los Parlamentos. Es decir, no cabe aquí antinomia alguna, sino que la legalidad somete a los poderes públicos a la legitimidad de origen emanada del titular de la soberanía, quedando toda su actuación enmarcada y erigida sobre un Derecho democráticamente consentido. No hay más legitimidad, pues, que la democrática, de la que derivan obviamente las leyes y el derecho. 

Causa verdadero rubor tener que recordar a estas alturas que estas ideas fueron unas de las más capitales aportaciones de las sucesivas oleadas revoluciones liberales que pusieron fin al Antiguo Régimen. Frente al poder sin límites o arbitrario del monarca, la legalidad se alzó entonces como arma fundamental de control del ejecutivo, sometido al Parlamento en tanto representante de la voluntad popular. Junto con otros principios complementarios, el Estado de Derecho liberal se edificaría sobre una legalidad apoyada precisamente en la legitimidad democrática. 
    
No hay, pues, legitimidad más allá de la Constitución y las leyes. Ni tampoco la hay preexistente a ella ni pueden admitirse más derechos históricos que los reconocidos en ellas, como ha quedado acreditado. En consecuencia, y siendo esto así, la única legitimidad popular admisible es aquella enmarcada en el ordenamiento democrático establecido, posteriormente plasmada en la legalidad vigente.

Claro es que si se pretende variar este esquema habrá de modificar la Constitución, por sus trámites, pero para ello debiera también asumirse que todas las Comunidades Autónomas españolas cuentan con derechos históricos y con “pueblos” que no son ni más ni menos unos que otros, siempre dentro de la indisoluble unidad de la nación consagrada en las Leyes Fundamentales.

En resumen, ni hay discordancia entre legalidad y legitimidad -sino que son una secuencia inevitable y lógica- ni la hay en ningún otro Estado de Derecho. Quien busque en el ámbito jurídico un choque de legitimidades, no lo encontrará, porque la sencilla razón de su inexistencia.   

Transparencia.
Al igual que lo fue en su día el derecho ambiental, o el derecho comunitario, en la actualidad las tendencias jurídicas han erigido a la transparencia en una suerte de moderno principio de principios capaz de sustituir al ordenamiento entero. Como sucede en las sociedades latinas, incapaces tantas veces de encontrar el punto medio que permita descubrir la virtud, cada día resulta más complicado poder plantear un escenario de límites o contrapesos a la transparencia, sin duda esencial en todo Estado de Derecho, pero indudablemente incardinable en el resto del sistema jurídico. 
La transparencia es un destacado principio de actuación de las Administraciones Públicas en medio mundo, pero no como un derecho fundamental ni tampoco como criterio que no deba someterse a los demás valores constitucionales, igualmente contemplados en leyes tanto orgánicas como ordinarias.

Así sucede, por ejemplo, con la protección de los datos personales en mi país, que sí ha sido configurada como derecho fundamental independiente pero estrechamente ligada a la intimidad de las personas consagrada en el artículo 18,4 C.E. (Ss.T.C. 254/1993 y 292/2000), por el que debe tenerse garantizado el debido control sobre los propios datos, así como su uso, para impedir la lesión a los derechos a la dignidad y privacidad (S.T.C. 94/1998). 

Por ello, la regla general de transparencia debe congeniarse con el principio de proporcionalidad en el examen de todo acceso a datos personales, como ha señalado la jurisprudencia comunitaria, de modo que siempre resultará conforme a derecho la limitación de la transparencia si con ella se vulneran los derechos de privacidad, operando dicho requisito, a su vez, como condicionante en la aplicación de la protección de datos, que será de aplicación salvo que afecte de forma tosca al principio de transparencia, algo que de ordinario no acontece.

Primará por tanto la protección de datos en aquellos especialmente protegidos -para los cuales se hace necesario el expreso consentimiento de su titular, por escrito-, mientras que en los demás supuestos procederá la compaginación de intereses públicos y privados en presencia, a través de la “ponderación suficientemente razonada” a la que se refiere la Ley española de transparencia, siempre considerando la menor afección del régimen de protección de datos y al calor de los criterios que se especifican en el propio precepto, algunos de los cuales, como los referidos al menor perjuicio de los derechos de los afectados en supuesto de datos meramente identificativos o a la mayor garantía de los mismos en caso de que dichos datos puedan afectar a su intimidad o a su seguridad, están especialmente concebidos para avalar la tutela de datos. 

Con fundamento en estos mesurados criterios legales, los tribunales españoles han comenzado pronto a especificar el alcance de esa zona intermedia entre transparencia y protección de datos (S.A.N. de 25 de febrero de 2013, como muestra), fijando el régimen de compatibilidad precisamente en la proporcionalidad o ponderación del beneficio obtenido con la transparencia y el perjuicio operado a la confidencialidad, con fundamento en lo que en cada caso concurra y con aplicación, llegado el caso, de los criterios administrativos que se vayan fijando al efecto. 

Transparencia y confidencialidad, por consiguiente, no solamente no son principios absolutos o secantes, sino que han de ser objeto de compaginación singularizada caso por caso. Incluso partiendo del orden constitucional, ello es así a pesar de que la transparencia no sea un derecho fundamental y sí lo sea en cambio la confidencialidad de datos. En los diferentes ámbitos jurídico-públicos, se reservan materias amparadas por la confidencialidad a las que resulta imposible legalmente el acceso a la transparencia, mientras que en otras se permite tras la oportuna ponderación del coste beneficio y el test de daño entre la difusión y la privacidad, o la aplicación del principio general de la proporcionalidad. 

Cualquier otra visión diferente a esta, y en especial aquella que pretenda erigir a la transparencia en una especie de nuevo principio de principios jurídico, no resulta admisible por nuestro ordenamiento, al comprometer derechos fundamentales e individuales que han logrado alcanzarse con los años y cuya desprotección no parece lo más prudente.  


Derecho penal y administrativo.
De un tiempo a esta parte, quienes nos dedicamos al derecho administrativo nos vemos forzados a desempolvar los manuales de derecho penal en nuestro quehacer diario. La inclinación de las fiscalías y de la jurisdicción penal de ocuparse de asuntos genuinamente contenciosos, al abrigo de los casos de corrupción que se han conocido, conoce en este instante uno de sus puntos más álgidos, a costa tantas veces de los venerables principios que desde siempre sitúan al orden punitivo como un resorte fundamental en un Estado de Derecho…, aunque subsidiario o de ultima ratio en el enjuiciamiento de conductas relacionadas con los sujetos públicos.

La contratación administrativa, por ejemplo, continúa centrando esta tendencia tan controvertida, desplazando progresivamente a los verdaderos especialistas en su control legal, dejándolos en manos de quienes carecen por regla general de la necesaria preparación técnica para su completo abordaje.

La secuencia habitual que se sigue en estas materias pasa ahora por eludir la supervisión judicial contenciosa, que ni tan siquiera se intenta, a través de la denuncia más o menos circunstanciada -y sin coste económico, debe añadirse- ante el Ministerio Público, acompañada del correspondiente impacto mediático e intencionalidad política, lo que deriva en no pocas ocasiones en la consiguiente intervención penal, cuando sin duda tal itinerario procesal debiera de haberse atajado en su mismo origen, en especial cuando ni se ha ensayado el auxilio jurisdiccional contencioso-administrativo, que es el llamado por la ley para el conocimiento experto de estos delicados asuntos.

Sin respetar la intervención mínima de que tradicionalmente se ha dotado, el control judicial penal de la contratación penetra en la actualidad incluso en ámbitos controvertidos para la legislación o doctrina iusadministrativista. 
Esta desafortunada tendencia podría tener acogida si no marginara la venerable intervención mínima a la que se han de someter los jueces penales desde tiempo inmemorial y que nadie se ha ocupado de derogar. Según dicho sensato criterio, las penas han de limitarse a lo estrictamente indispensable, dejando espacio a otros castigos o tolerando aquellos ilícitos más leves, utilizándose solo cuando no haya más remedio o al fracasar cualquier otra forma legítima de protección de la ley. Únicamente los ataques más peligrosos a la legalidad, en suma, han de caer bajo su estrecho ámbito, debiendo interpretarse restrictivamente dicho umbral, al no contar el juez penal con ningún monopolio sobre el mundo de las sanciones.

En la actualidad, y especialmente en aquellos asuntos que guardan relación con los protagonistas de la vida social española o con la actuación de nuestras administraciones, asistimos absortos a un margen de apreciación de la relevancia penal que se amplía a actuaciones solamente significativas para la moral o la ética imperantes, o incluso para la política, sin afectar de modo trascendental a bienes jurídicos. Llevando la eficaz lucha frente a la corrupción a horizontes de diferente entidad cualitativa o cuantitativa, se sustancian a diario procedimientos penales otorgándoles esa misma consideración, trasladando a la sociedad la falsa creencia de que estamos ante formidables bandidos, cuando apenas habrán cometido, llegado el caso, irregularidades administrativas de mayor o menor alcance, aunque también merecedoras del correspondiente reproche ciudadano.

Esta exorbitante intervención del derecho penal que padecemos, nacida por cierto de una doctrina del Tribunal Supremo dirigida a combatir a tramas organizadas y nunca para otras cosas, reduce además la libertad individual que debe imperar en toda sociedad moderna. De ahí que en todas las naciones se considere residual como castigo o que se obligue a los operadores jurídicos a no ensanchar su aplicación de manera exagerada, algo que se está indebidamente haciendo aquí y con ello distorsionando la realidad cotidiana del país.

Con todo, lo que tampoco sobraría es que el legislador, al igual que despenaliza comportamientos cuyo rechazo ciudadano ha cambiado con el paso de los años, se ocupara de precisar los concretos contornos de la intervención mínima criminal cuando converge con la ilicitud administrativa, circunscribiendo el derecho penal a aquellos supuestos extremos y que cuenten son sobresaliente y objetiva trascendencia, dejando el resto de cuestiones a las demás herramientas judiciales disponibles. De lo contrario, se continuarán colocando sambenitos en la espalda a quienes pasan por delincuentes sin serlo o bien habrá que ingeniárselas para levantar presidios por doquier.

Qué duda cabe de que la jurisdicción penal es y debe seguir siendo la encargada de enjuiciar aquellos supuestos agravados de fraude en la contratación, en que tramas organizadas o sujetos individuales se dedican a saquear las arcas públicas. Pero no parece lo más aconsejable que lo haga sobre aquellos otros supuestos que no alcanzan dichos umbrales de gravedad o criminalidad y que se limitan a una disparidad de apreciaciones sobre la temática contractual pública, para las que contamos desde mediados del siglo XIX con un prestigioso orden jurisdiccional especializado y de organismos administrativos internos sumamente cualificados que desarrollan dicha tarea, controlando con rigor la legalidad contractual pública cotidiana.

No entenderlo así, y continuar patrocinando la intervención penal sobre estos ámbitos, convierte a la gestión contractual pública en actividad de alto riesgo jurídico para sus responsables, los cuales tratarán cada día de eludir cualquier decisión por sus imprevisibles consecuencias, paralizando de ese modo la actuación administrativa, con perniciosos efectos sobre la economía y los derechos de los ciudadanos. Todo ello sin perjuicio de trasladar a la sociedad una desvirtuada imagen de administraciones corruptas cuando de lo que trata es apenas de consideraciones técnicas desacertadas en un contexto jurídico sumamente complejo.

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