Por el Dr. Máximo Ugarte Vega Centeno, docente de la Escuela de Postgrado USIL.
Lo que inició como un brote de una enfermedad desconocida en Wuhan (China), en diciembre de 2019, no demoró en desencadenar una pandemia que paralizó la economía y la salud en el mundo entero. El coronavirus no tiene fronteras ni preferidos, es una pandemia ininteligible que pone al Perú en la controversia en cuanto a economía y salud y, como dicen otros, “de yapa”, también en corrupción e ignorancia. Estamos viviendo una época de crisis. A la salud de la economía se le va acabando el oxígeno, mientras los pequeños y micro empresarios son candidatos a engrosar las filas de la informalidad, debido a lo intereses de los bancos, las moras, la falta de oferta y demanda. Casi siete de cada diez empresas que reabrieron sufren por bajas ventas, como consecuencia de la recesión y la crisis económica en la que nos encontramos. Debemos ayudar a quitarnos la venda de los ojos y solucionar los problemas estructurales del país, como el acceso a los servicios básicos y contar con los niveles de educación aceptables.
Hoy pasamos de una crisis económica a una sanitaria. En ese sentido, el gobernador de Florida, Estados Unidos, nos recordaba al referirse a la situación en que se encuentra su estado: “No volveremos a mandar nunca más ninguna cuarentena. La cuarentena más draconiana ha sido impuesta en Perú y tiene la mayor mortalidad per cápita en el mundo”. Ficción o realidad, sin pretender acusar situaciones inexistentes, lo cierto es que ya pasamos los 28 millones de contagios a nivel mundial y, en el país, hay más de 30 mil muertes (según el Ministerio de Salud) y nos vamos aproximando temerariamente al millón de casos positivos por COVID-19 en el Perú.
Los hospitales han sido heridos y todos se encuentran en cuidados intensivos, con largas colas por oxígeno y las morgues colapsan, mientras las funerarias se disputan los cadáveres. Los muertos se entregan y se velan, muchas veces, a personas que no tienen ningún vínculo familiar con los deudos. Por morir con COVID-19 no te aceptan enterrar en otros cementerios, solo la incineración. Ahora todos estamos en un mismo barco o en la misma tempestad. Seguimos pensando que la vida siempre ha sido una constante representación de roles, el tiempo muchas veces es villano y suele traicionarnos cuando te encuentras como positivo por el misterioso contagio del coronavirus y pasas a ser parte de la soledad del cautiverio y del abandono de la salud pública.
Pasamos a ser pacientes indefensos: en la UCI (Unidad de cuidados Intensivos), la humanización y la protección física y moral de las personas se relativiza, no por falta de voluntad del personal médico, que hace todos los esfuerzos sobre humanos para mitigar el dolor. Ahora la mirada se ubica entre el miedo y la resignación, y con un pequeño contagio de esperanza se van agotando las fuerzas y vamos creando las condiciones para dar ese salto de la vida a la muerte, el adiós en medio de la nada, sin tarjetas de amor de despedida.
Sabemos que ya nada será igual después de la pandemia que estamos viviendo en tiempo real. Estamos ante profundos cambios económicos, sociales, políticos y morales, los cuales deben encaminarse a una humanización y protección a la integridad física y moral. Entonces, viene la preocupación de la vida humana, que es un bien jurídico invaluable y, sobre todo, un derecho fundamental que todos tenemos, así como el derecho a la libertad, ambos de carácter personalísimos dentro del ordenamiento legal. Sobre todo, a decidir con libertad en esa pugna constante entre el derecho y la medicina, o el derecho a la vida frente a la libertad de escoger cómo y cuándo morir con dignidad al no encontrar consuelo entre tanto sufrimiento cuando estamos desahuciados, y mientras llegue la vacuna, ya no oiremos las voces de muchos, solo nos quedarán los recuerdos de los buenos amigos y colegas.