Nicolás Maduro no es lo valiente que quiere hacer creer a la cada vez minoritaria población venezolana. Pregona a los cuatro vientos que todo lo que está sucediendo en su país se debe a las presiones del gobierno estadounidense de Donald Trump. Sabe que lo que dice no es verdad y allí comienzan sus miedos.
Ya mismo está pidiendo que sea suspendida la sesión convocada por el Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos, que está llamada a efectuar una evaluación de la situación política en el país llanero a partir del pedido formulado por 18 Estados miembros de la organización. El argumento de Maduro para impedir la reunión es infundado.
Su pésima interpretación de la Carta Democrática Interamericana, instrumento emanado de la OEA en 2001 luego de ser aprobado en nuestra capital, lleva desesperadamente al presidente chavista a sostener que la OEA lo está violentando pues la convocatoria se ha realizado sin su consentimiento, contraviniendo la Carta Democrática Interamericana, es decir, en el sentido de que no depende de un país para que sea invocada.
El presidente Maduro está leyendo la Carta de modo parcial y conforme a sus intereses. Se trata de una interpretación totalmente convenida. Jamás un gobierno arbitrario y a todas luces responsable de la crisis al interior del Estado, como sucede con el de Maduro, puede escudarse en la torpe idea de que si no es con su autorización la OEA no puede tener un rol activo activando la reunión.
Eso no es verdad, pues la OEA jamás debe permanecer de brazos cruzados frente a la arbitrariedad que se produce al interior de un miembro de la organización regional. Lo que está pasando en el fondo es que los temores de Maduro puedan llevarlo a perderlo todo. Es evidente que los Estados del continente no pueden avalar a un régimen que no quiere mostrarse democrático. Sería un escándalo.