A cien años de su primera descripción, un estudio de la USIL revela que el mal crónico de montaña no solo depende de la altitud, sino también de la influencia de las hormonas sexuales.
El mal crónico de montaña (SMC), conocido también como enfermedad de Monge, debe entenderse como un trastorno multifactorial en el que interactúan factores ambientales, hormonales y genéticos, reveló un estudio reciente de la Universidad San Ignacio de Loyola (USIL), que propone una visión más amplia sobre esta condición.
La investigación fue desarrollada por el Dr. Gustavo Gonzales, decano de la Facultad de Ciencias de la Salud de la USIL, y publicada en la revista Scientific Progress, en el marco del centenario de la primera descripción del “mal de altura” realizada por Carlos Monge Medrano en 1925.
El estudio revisa las principales características de la enfermedad ocasionada por la hipoxia crónica, como la falta de concentración, menor rendimiento laboral, dolor de cabeza, alteraciones del sueño y, en casos extremos, el deterioro cognitivo.
Gonzales sostiene que el SMC no solo se debe a un aumento excesivo de glóbulos rojos, sino también a un conjunto de alteraciones fisiológicas y endocrinas respaldadas por evidencia científica.
En el plano hormonal, la investigación señala que la testosterona favorece la producción de glóbulos rojos e incrementa la hormona eritropoyetina, contribuyendo a una mayor prevalencia y gravedad en varones.
Por el contrario, el estrógeno y la progesterona ejercen un efecto protector, al reducir la producción de eritrocitos y mejorar la oxigenación del organismo. Sin embargo, el estudio advierte que el riesgo aumenta en mujeres menopáusicas que viven a más de 2500 metros sobre el nivel del mar.
A nivel genético, el también presidente de la Academia Nacional de Medicina hizo hincapié en dos marcadores clave para la oxigenación: SENP1 y GATA1.
La revisión elaborada por el Dr. Gonzales enlaza los hallazgos históricos con los avances científicos actuales, portando nuevas perspectivas para mejorar la calidad de vida de cerca de 82 millones de personas que viven en zonas de altura.
El estudio concluye que la detección temprana y la atención clínica en regiones altoandinas deben fortalecerse, además de impulsar estrategias preventivas y terapias personalizadas según el perfil genético y sexo de cada paciente.