Por Carla Olivieri
Decana de la Facultad de Ciencias Empresariales de la USIL.
Pídeme resolver una ecuación simple. No puedo. Sin embargo, aprobé todos mis cursos de matemáticas en el colegio y en la universidad. ¿Cómo lo hice? Tenía pánico equivocarme, sacarme malas notas y ser ridiculizada en mi clase. Por eso, ejercité un montón y me volví una trome resolviendo exámenes; pero no aprendí nada.
Exigirles a los alumnos a que siempre deben tener la respuesta correcta no garantiza el aprendizaje. Una cultura donde errar está mal visto, castigado con una mala nota y el alumno es automáticamente etiquetado como de “Bajo Desempeño” produce que los alumnos le tengan miedo a equivocarse y estén motivados a no hacerlo.
Esto es muy peligroso. En un mundo tan globalizado, retador y con cambios tan acelerados, necesitamos personas creativas, que se adapten al cambio y que se arriesguen a proponer ideas y a tomar decisiones audaces.
En la mayoría de centros de estudios se premia a los alumnos que sacan mejores notas y a las escuelas y países que aparecen en los primeros puestos de los rankings de tests estandarizados. Sin embargo, son los alumnos de este tipo de escuelas quienes en el trabajo y en la vida están en desventaja porque son poco creativos, les cuesta salir de su zona de confort y viven pendientes de no cometer errores para “sentirse bien” con uno mismo.
Entonces, existe una incoherencia en la forma como incentivamos y castigamos el desempeño. Etiquetamos de buenos alumnos a aquellos que no cometen errores y castigamos a quienes sí se equivocan.
Nosotros los educadores así, como los mismos alumnos, debemos repensar la forma cómo abordamos el error y apreciar el gran potencial que tiene para maximizar el aprendizaje y el desarrollo de ciertas competencias.
Si piensas en los errores que has tenido en la vida, verás que de la gran mayoría no aprendiste nada; algunos los escondiste y tienes algunos memorables de los cuales jamás te olvidarás y que te dejaron una lección.
Claro que uno aprende de sus errores, pero se debe tener una metodología para lograrlo.
Lo primero que debemos hacer es cambiar nuestro “mindset” y dejar de pensar que es un problema que los alumnos se equivoquen cuando el verdadero problema es que los docentes no aprovechamos los errores para permitir y promover el aprendizaje.
Errar viene acompañado de vergüenza o culpa. Si satanizamos el error los alumnos temen arriesgarse, explorar, intentar ángulos nuevos y pensar por ellos mismos para no desilusionar al profesor, a sus padres y para no hacer el ridículo en clase. Cuando equivocarse es parte del proceso de aprendizaje, sucede todo lo contrario. Tendremos alumnos más curiosos, más preguntones, más arriesgados, querrán ser los que proponen cosas nuevas, los que dan su punto de vista, se intrigarán por resolver problemas e inclusive, estarán menos propensos a copiar o plagiar porque se atreverán a ser originales.
¿Cómo capitalizar el error?
Primero, los alumnos no deben venir al centro de estudios a obtener información. Los docentes debemos generar retos y problemas que ellos deben resolver creativamente y/o colaborativamente. El colegio o la universidad deben generar espacios donde los alumnos exploran, discuten, aprenden de las experiencias y son empoderados para opinar, incluyendo espacios donde se analizan y discuten sus trabajos en clase y los de otros alumnos; tanto los puntos positivos como los negativos –una discusión sana para que identifiquen oportunidades de mejora que sean aplicadas en los siguientes trabajos–.
Sí se deben tomar exámenes. Claro que sí. Los exámenes son espacios donde el alumno también pone en práctica lo que aprendió de manera autónoma. Sin embargo, los exámenes y tareas deben ser resueltos en clase y el alumno debe recibir retroalimentación en la que se explique dónde estuvo mal y cómo podría hacer para mejorar. Colocar una nota en número, en rojo, en azul, en letra, una carita feliz o triste no es suficiente.
Si un alumno se equivoca en una discusión en clase, jamás ridiculizarlo. Nunca decirle “Estás mal; te equivocaste”, porque así lo desmotivamos a seguir participando. Nuestro lenguaje es importante y decir cosas como “explícame más tu observación… dame un ejemplo…” es vital. El hecho de que el profesor demuestre estar interesado en explorar más su contribución ayuda a que el alumno se sienta valorado.
Si bien es cierto que se premia a los mejores alumnos –lo cual está bien–; también creemos espacios para que los alumnos reflexionen sobre sus errores. Podemos ser creativos pidiendo un ensayo o discutiendo en clase sobre mi mayor error en el curso y qué aprendí de él.
Nosotros los profesores también podemos compartir algunos errores nuestros; si son graciosos mejor. Los alumnos generalmente admiran a sus docentes y ver que también son personas que se equivocan –pero que aprenden de sus errores– hace que los alumnos sintonicen, se sientan cómodos para arriesgar y aprendan del ejemplo.
El sistema educativo necesita incorporar estos criterios porque los exámenes estandarizados y obtener la respuesta correcta no garantizan el aprendizaje. Aprender significa no tenerle miedo a cometer errores y los centros de estudio deben usar estos errores para mejorar el desempeño de los estudiantes buscando que todos –docentes y alumnos –se sientan bien con el progreso de cada persona y no solo con la nota final.