El escenario internacional se desestabiliza de manera repentina cuando se producen, en países neurálgicos, acontecimientos inesperados que pueden modificar elementos esenciales del orden internacional.
Actualmente nos encontramos en esta situación, una coyuntura inestable por las últimas votaciones que podrían cambiar los esquemas en los que el mundo, al menos Occidente, se ha desenvuelto desde 1945: el Brexit; el ímpetu de movimientos nacionalistas y populistas al interior de Europa Occidental; y el triunfo de Trump en los Estados Unidos, que cuestiona los que han sido los lineamientos tradicionales de su país en materia alianzas políticas y libre comercio.
Esta coyuntura, si bien genera incertidumbre, aún no ha consolidado cambios dramáticos y no tiene necesariamente que hacerlo. Las instituciones internacionales y las de los propios estados pueden tener la solidez suficiente para modificar estas tendencias y corregir los problemas que han generado la decepción de algunos sectores de las sociedades desarrolladas en la globalización.
La globalización es un fenómeno imparable que ha traído consigo un crecimiento de las clases medias y una reducción de la pobreza sin precedentes a nivel mundial. Sin embargo, es también un fenómeno de acelerado desarrollo tecnológico y modernización de los aparatos productivos, además de interrelación cultural y social.
El avance de la tecnología no se detendrá, ni tampoco las cadenas globales de valor. Ambos son elementos esenciales de la competitividad internacional y la causa, en buena medida, del desfase de las empresas más tradicionales y el aumento del desempleo.
Cada una de las votaciones antisistema responde a situaciones diferentes, pero la relación entre la evolución tecnológica, el cierre de empresas tradicionales y el aumento del desempleo, es un punto en común.
Estados Unidos parece estar revaluando sus grandes acuerdos comerciales, como el TPP, NAFTA, el Acuerdo Transatlántico, entre otros. Los analistas se preguntan si la primera potencia mundial está modificando lo que ha sido la esencia de su involucramiento con el mundo a partir de la posguerra.
El debate en los EEUU sobre la conveniencia de asumir un liderazgo mundial es de larga data. Desde la II Guerra Mundial primaron la escuela Hamiltoniana, que sostiene la necesidad de desarrollar una arquitectura financiera y de seguridad que promueva un orden liberal global económico; y la Wilsoniana, que procura desarrollar un orden liberal global en términos de valores, como los derechos humanos y el estado de derecho.
Sin embargo, de acuerdo a Walter Russell Mead, tendencias previas a la II Guerra Mundial, que no tienen una vocación globalista, están retomando posiciones. La posición del Presidente Trump, respondería al pensamiento de Andrew Jackson , para quienes su país no debe cumplir una misión universal, sino un “compromiso con la igualdad y dignidad de los ciudadanos estadounidenses”, en su propio país.
Por otro lado, Stewart M. Patrick, señala que Trump ofrece una política exterior nacionalista y transaccional, centrada en asegurar “narrow material gains” para los Estados Unidos, sin dar a conocer su rol como defensor del orden mundial liberal que ha defendido desde 1945.
Lo importante es centrarse en las tendencias de largo plazo. Las potencias emergentes buscan su espacio en el sistema internacional, y este proceso se acelera si se percibe un repliegue de la principal potencia en materia comercial. Los vacíos de poder generan luchas entre los aspirantes, e inevitablemente, esos espacios se ocupan. De consolidarse esta tendencia, se avecina un sistema internacional en movimiento y más diversificado.