Parece que Dios, o el destino, como se prefiera, decidió someter a la Unión Europea a una seguidilla de test de resistencia particularmente severos en los últimos años. En 2008 estalló la crisis de las hipotecas en Estados Unidos, extendiéndose al mundo entero y al Viejo Continente en particular, y arrastrando a las deudas soberanas de la zona euro. En 2015 se produjo la entrada masiva de refugiados sirios desde Turquía, a la que se añadieron los flujos provenientes de Libia y los enclaves españoles de Ceuta y Melilla. En 2016, el referéndum convocado en el Reino Unido sobre la permanencia de ese país en la Unión tuvo como resultado la victoria de los partidarios del Brexit.
En cada una de esas ocasiones son los fundamentos mismos de la organización supranacional los que han sido y son puestos en cuestión, como la moneda común, para el caso de los países que la han adoptado, la eliminación de las fronteras dentro del espacio Schengen o la coordinación de políticas entre los estados miembro. Incluso, el compromiso con los principios democráticos se ve amenazado debido al avance de partidos extremistas que se nutren de los problemas mencionados. Ya Polonia y Hungría tienen gobiernos acusados de no respetar el Estado de derecho. Peor aún, esas fuerzas enarbolan posturas nacionalistas que pueden llegar hasta el pedido de retiro de sus respectivos países de la Unión.
Para agravar el cuadro, actores externos poderosos se muestran hostiles al proyecto europeo y apuntan a debilitarlo, como la Rusia de Putin e, incluso, Estados Unidos, bajo la presidencia de Donald Trump.
Ahora se ha presentado la pandemia COVID-19, con efectos potencialmente más impactantes para la Unión Europea que los de las crisis anteriores, en particular, en lo que se refiere a su cohesión. De hecho, la reacción inicial de los Estados miembro ha sido la adopción de medidas sin coordinar entre ellos, como el cierre de fronteras dentro del espacio Schengen o la prohibición de exportar mascarillas incluso al interior del mercado común, con el fin de reservarlas para sus ciudadanos. Las autoridades de Bruselas, desprovistas, es verdad, de facultades en materia sanitaria, no atinaron a hacer mucho.
Sin duda, las cosas están cambiando desde hace unos días, por lo menos en lo que se refiere a las acciones para hacer frente a las consecuencias económicas del virus. Así, el Banco Central Europeo, con sede en Frankfurt, ha lanzado un paquete de medidas por más de 1,100 millones de euros, que incluye la recompra de obligaciones de los gobiernos y de las empresas, para dotarlos inmediatamente de liquidez. Por su parte, la Comisión, que viene a ser el “Poder Ejecutivo” de la Unión, ha autorizado a los países a no respetar la regla del límite máximo del déficit público del 3 % respecto del PIB e, incluso, a dar apoyo financiero estatal a sus empresas, algo que, normalmente, está prohibido por ser contrario a la libre competencia.
Sin embargo, en términos de solidaridad financiera entre los Estados miembro, los problemas subsisten. Los gobiernos de los países del norte, como Alemania y los Países Bajos, que mantienen sus cuentas ordenadas, se resisten, como es usual, a que el dinero de sus contribuyentes sirva para rescatar a los Estados que tienen décadas de mal manejo. Así, se oponen hasta ahora, por lo menos, a la idea de los “coronabonos” europeos que, en buena cuenta, serían garantizados por ellos. Para Italia o España, entre otros en grandes apuros, significarían un gran alivio, y exigen que sean implementados, considerando que las ayudas ya decididas, así como la posible habilitación de otra herramienta de la que también se está hablando, el Mecanismo de Estabilización Europeo, dotado de 410 mil millones de euros, serían insuficientes.
Si bien es perfectamente entendible la posición de dirigentes como Angela Merkel y el holandés Mark Rutte, aferrarse a ella podría provocar un crecimiento exponencial del euroescepticismo entre los ciudadanos italianos, españoles y griegos, entre otros, dando más alas a los movimientos populistas y nacionalistas. El resultado final podría ser el quiebre de esa grandiosa realización que, con todas sus insuficiencias y puntos débiles, es la Unión Europea.
Así de grave es lo que el COVID-19 ha puesto en juego en el Viejo Continente, y menudo dilema el que tienen que resolver sus gobernantes y responsables.