El destino, amablemente, nos ha situado en un momento histórico, y confiere a un protagonismo como nunca, floreciente y exquisitamente exigente. Sin embargo, la estructura y la respetuosa alineación con nuestro planeta social, ambiental y del conocimiento en el entorno actual, cambia veloz y abruptamente, los modelos pedagógicos, los sistemas de educación, entre otros. Se tiene que decidir qué se debe enseñar para que nuestros educandos, discípulos e hijos no se queden marginados socialmente, ni subdesarrollados personal, paradójicamente, en un mundo globalizado y regido por una ley imparable. «Cada persona, cada organización y cada sociedad, para sobrevivir, deberá aprender al menos a la misma velocidad con la que cambia el entorno. Y, sin embargo, nuestra meta no es educar “inteligencias múltiples”, sino personas con competencias y habilidades múltiples».
Hay que admitir comprensivamente que los cambios van a estar basados, sobre todo, en la ciencia y la tecnología, mediadas por la educación formal y virtual, con un rol preponderante de acomodación a ellos y aprovechamiento. Van, sin lugar a duda, a transfigurar nuestro modo de vivir y de pensar, y como resultado de este binomio se dará la trascendencia en estos tiempos. La nanotecnología, la ingeniería genética, las ciencias de la computación y la inteligencia artificial redibujarán nuestro modo de vivir y de pensar. Esto supone claramente permitir a la ciencia, unida a la tecnología, nos iluminen el camino hacía el balance perfecto en el constante devenir de la educación hacía una sociedad fortalecida.
Por lo tanto, rebelarse a este propósito parecería absurdo dadas las posibilidades y alcances que nos ofrece comprender que, la ciencia como la tecnología, guardan una relación estrecha, cuya finalidad es la deducción de un hecho real, utilizando en el proceso de trabajo las técnicas teóricas y prácticas necesarias para una compresión detallada de los problemas de la realidad y planteamientos de soluciones viables. Ahí reside el éxito de su supervivencia. Bunge (1985) añadió que la tecnología “se muestra como una simbiosis entre el saber teórico de la ciencia, cuya finalidad es la búsqueda de la verdad, con la técnica, cuya finalidad es la utilidad. La finalidad de la tecnología sería la búsqueda de una verdad útil”.
Sin embargo, debemos replantear una hipótesis que fluctúa en el aire y nadie quiere tomar con una idea propositiva: «¿si educamos en la propia ideología de la ciencia y tecnología, seremos incapaces de fomentar un pensamiento crítico capaz de evaluarla? Pero de lo que si existe una certeza comprobada es que, si no educamos en esa ideología, estaremos haciéndolo para un mundo inexistente.
Así, desde Silicon Valley, Vinod Khosla, cofundador de Sun Microsystems, defiende que el estudio de la ciencia y tecnología es más importante que el de las humanidades. La razón parece contundente. «¿Debe un ruso estudiar ruso? Sí, porque vive en Rusia. Pues si vivimos en un mundo donde la deducción de los hechos reales impera, tendremos que capacitarnos y desarrollar ciencia y tecnología». Lo explica con más detalle: «Aunque William Shakespeare pueda ser importante, hay muchas otras cosas que son mucho más relevantes para formar un ciudadano inteligente, que aprenda continuamente, y un ser humano más adaptable a un mundo cada vez más complejo, variopinto, diligente, emprendedor y además dinámico. Cuando la tasa de cambio es alta, necesitamos altas tasas de cambio en educación»
¿Tenemos alguna respuesta que no sea puramente retórica a esa postergación de las humanidades? En la permanente carrera entre educación y la ciencia y tecnología, la segunda está venciendo con claridad (C. Goldin y L. F. Katz, The Race between Education and Technology, Harvard University Press, Cambridge, 2019). Hemos ingresado por la puerta grande a la sociedad del aprendizaje y, sin embargo, para nada sirve reclamar una «educación integral de la personalidad» —como lo hace incluso nuestra brillante Constitución— si no sabemos en qué consiste, cómo se hace, cuáles son sus posibilidades y sus límites, y cómo debemos evaluarla.
Los antiguos pensadores veían la necesidad de visiones integradoras. Hablaban, por ejemplo, de «sabiduría» como una gran ciencia para dirigir la vida. Parece sensato aprender de tan sensatas propuestas. Es innegable que nuestros educandos deben asimilar la cultura existente, pero también lo es el que debemos educar personas capaces de prolongarla y mejorarla. No podemos darles un manual de soluciones porque no las tenemos. Solo podemos fomentar en ellos el talento para que las encuentren. En la Biblia aparece un nombre que siempre ha resultado sugerente: (Binyāmîn) Benjamín. Significa: «hijo de la diestra, el que pelea sus propias batallas». Un buen consejo educativo: «No podemos y no debemos pelear las batallas de nuestros alumnos o hijos. Tienen que hacerlo ellos». Proveer las herramientas ese es nuestro fundamento praxiológico.
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Fuentes de investigación
medium.com/@vkhosla/is-majoring-in-liberal-arts-a-mistake-for-students-fd9d20c8532e