“¡Hace trescientos años que el jardín florecía y lleno de perfumes florece todavía!”. Así iniciaba el poema que solía escuchar de mi madre y, después de mucho tiempo, descubrí que era escrito por Luis Fernán Cisneros, y era bastante largo, cuenta la docente Liliana Gonzales Vidal, de la Facultad de Educación de la USIL.
Este poema que escuchaba narra con dulzura un sublime amor entre Rosa y su Señor. Rosa, realmente se llamaba Isabel Flores de Oliva, y nació hace más de trecientos años en la Lima Colonial, exactamente en 1586, y vistió el hábito de la Tercera Orden Dominica.
Hablar de Santa Rosa es hablar del amor, el servicio y la entrega integral al amor más sublime que se puede tener. Ella decía “Conozco el amor de Cristo que excede todo conocimiento”. Pues realmente vivía de este amor. La narración del poema continúa:
“… Fue una blanca noche… Era, en dulce reposo, el jardín silencioso. Mudo estaba el jilguero, en quietud el sendero, y la noche sumisa, y callada la brisa, y callado el ramaje, y dormido, entre tules de ilusión, el paisaje”.
Vivir el encuentro con el amado en la trascendencia del descubrimiento del amor más puro en la elección libre y voluntaria de dar íntegramente tu vida a él. Es la certeza del encuentro con el único que te puede dar la vida, Jesús de Nazaret.
Rosa descubrió desde muy pequeña el verdadero amor, que no te quita nada y te lo da todo. Es de este encuentro místico, interior y sublime que se habla en esta estrofa del poema:
“Bajo la noche clara, era un jardín de rosas tan blanco como un ara. Y era una blanca ermita que esperaba el milagro de una dulce visita. Y era sobre la alfombra de las hojas caídas, aquella blanca sombra”.
Este encuentro místico en medio de la oración contemplativa, no se aparta de la realidad de hacer visible este amor en la acción piadosa, la caridad fraterna. Esto es lo que Rosa hacía, muchas veces en compañía de su buen amigo Martín.
Este amor que le arrastra y le supera no la alejaba de la realidad del tiempo en que ella vivió; todo lo contrario, la estimuló a ponerse siempre en camino al encuentro del otro, el más pobre, el más necesitado.
Ella puedo ser: consuelo, auxilio y amor en la acción, una fe activa que dio y da tanto como ella recibe. De allí se entiende el otro párrafo del texto:
“De pronto, desde el cielo, estremecido el velo que sujeta en el éter el haz de las estrellas, cae un fragante lirio de plateadas huellas como abriendo el camino al fulgor entre las nubes de un cortejo divino. Y hay rumor de alas en las empíreas salas, y el jardín va tomando del cielo sus colores y el cielo se colorea de color de las flores”.
Rosa se adelantó a su tiempo, leía y escribía, se negó a casarse con cuanto hombre le presentaban sus padres. Era ajena a la vanidad, aun cuando contaba con gran belleza física, era la hermosura de su alma la que la hacía brillar. ¿Será esta belleza la que encandiló al creador, a la palabra hecha carne, la dulzura de un amor que se da íntegro?:
“Y aquella sombra blanca, palpitante y ansiosa, se entreabre lentamente como una blanca rosa… Blanca tiembla la noche, como la veste alada de tierna desposada, y surgidas de pronto de sus leves capuces vuelan mariposas consternadas de luces, y en el jardín, atónito, asoma y se despliega caudalosa aureola de un esplendor que llega”.
Este amor que inflama el alma, que te pone en movimiento, que te quita el miedo, que te permite seguir a pesar de la adversidad y de las dificultades del camino. Y así como narra el coloquio amoroso del Cantar de los cantares, o de los poemas de San Juan de la Cruz, vemos a Rosa de Lima, Santa Rosa entregada al amor de su vida:
“Y hay, al pie de la ermita, Un alma que palpita. Y unos brazos abiertos de frente a infinito. Y un ímpetu anhelante. Y un sollozo. Y un grito: - ¡Aquí, estás, vida mía! - ¡Y se mecen las rosas en un son de alegría, y despierta el jilguero, y refulge el sendero, y es música el ramaje y es música, entre tules de ilusión, el paisaje! Y una voz dice: -Toma, toma rosas mi vida, que te brindan aroma…. Y otra voz, en suspiro, que se agranda en la humilde soledad del retiro, le responde amorosa: - ¡Tú sola eres mi Rosa!”
Quien alguna vez ha experimentado los destellos del amor, podrá imaginar lo sucedido. Con la diferencia de la fidelidad eterna y la permanencia inalterable en el tiempo. Es que es él, quien nos amó primero y permitió que a través de la vida de Rosa de Lima mostrase la grandeza de su amor. Celebremos con alegría y confianza este amor.
Rosa de Lima es testigo y ejemplo de esta entrega incondicional. Como dice la Liturgia de las Horas, “si supiéramos que los sufrimientos y las penurias pasadas en este tiempo son la escala que nos lleva al amado, pediríamos más pruebas”. En la confianza de que hemos sido rescatados por amor y para amar. Sabemos que:
“Hace trescientos años que el jardín florecía y lleno de perfumes florece todavía”.