La aparición de la pandemia de la COVID-19 y el estado de cuarentena, que surge como consecuencia, han puesto bajo el microscopio todos nuestros hábitos de convivencia, consumo, producción e, incluso, ocupación del espacio, tanto a nivel de la vivienda en sí como del espacio urbano.
Esta situación ha reflotado, entre muchos otros, el concepto de resiliencia, el cual define la capacidad de un individuo o grupo para reponerse ante circunstancias adversas. Este concepto, de carácter ecológico, ha venido siendo incorporado al desarrollo urbano con el fin de dar luces sobre temas como cambio climático, desastres naturales e, incluso, el desarrollo económico. Y es en este momento, debido a la pandemia, que toma mayor relevancia.
En primer lugar, se debe entender que la resiliencia, en términos de desarrollo urbano, tiene dos componentes principales: uno institucional y otro poblacional. La correcta interacción de ambos genera una buena gobernanza, traducida en un proceso ágil, flexible y a la vez responsable de toma de decisiones que puede generar capacidad de respuesta. Estas son condiciones indispensables para la construcción de la resiliencia.
En términos más sencillos, las pautas y las condiciones establecidas para el desarrollo urbano desde el ámbito institucional deben nacer de información recogida desde el ámbito poblacional. Es más, la configuración física y espacial de la ciudad es el inevitable resultado de la buena o mala interacción entre estos dos componentes. Por ello, debemos entender que la resiliencia urbana debe ser construida desde el barrio como célula básica de organización física y social.
No es un secreto que, en el caso de la ciudad de Lima, se reúnen condiciones de alta vulnerabilidad ante eventos extremos que incluyen a la actual pandemia. Lima reúne más de la mitad de la pobreza urbana nacional, y aproximadamente un 70 % de su población está asentada sobre el territorio de manera informal, con acceso precario, o prácticamente nulo, a servicios e infraestructura básicos; lo cual se traduce en una alta vulnerabilidad ante cualquier tipo de evento extremo.
El colapso del sistema de salud, la desorganización en los grandes mercados, el abandono de los centros comerciales y la peligrosidad del transporte público formal e informal como potenciales focos infecciosos, nos obligan a repensar la ciudad desde su célula básica: el barrio. Necesitamos barrios consolidados que eleven los niveles de accesibilidad de sus pobladores a servicios de salud, educación, comercio y espacio público de calidad. Ello evitará grandes aglomeraciones y viajes masivos innecesarios de un extremo de la ciudad al otro. Asimismo, desde el barrio se fortalecen las redes sociales a nivel poblacional que permiten generar capacidad de autoorganización y una interacción eficiente con el ámbito institucional. De esta manera, se generan las condiciones de buena gobernanza y capacidad de respuesta que permiten la construcción de la tan necesaria resiliencia. Bajo estas condiciones debemos apuntar a evolucionar el “Yo me quedo en casa” al “Yo me quedo en mi barrio”.